lunes, 26 de febrero de 2024

Atropellada llegada de la Escuadra de Morillo a Puerto Santo

 san pedro de alcantara

[un bote realista hace agua y casi mueren ahogados algunos capitanes … un tripulante ruso es el salvador]

El 23 [marzo, 1815] volví de nuevo a tomar la orden al navío, el cual hizo la señal después de las cuatro de la tarde.

La mar estaba picada: mi fragata, La Providencia, se acercó lo más posible: me metí en el bote con el capitán del buque, Aguirre, y tres marineros; Pereira, capitán de mi compañía, nos acompañó.

Tan pronto como nos separamos de la fragata, empezó el bote a hacer agua: la achicaba Aguirre y gobernaba el timón Pereira: al ponerse el sol llegamos al costado del navío que se sumergía, ya de un lado, ya del otro, con los tremendos balances que daba: a mí me parecía que se nos venía encima aquella mole. En esto, un oficial nos gritó con la bocina.

—No atraquen ustedes, que perecen: pasen por la popa.

Lo efectuamos con mucho trabajo, recogiendo una botella cerrada y lacrada, con un papel dentro, que nos botaron a favor de un largo cordel, haciéndonos señal de que nos marchásemos en el acto.

Al virar hacia la fragata, notamos que ésta se había alejado mucho, lo que nos acabó de contristar.

La noche se iba haciendo lóbrega.

Del buque no era posible que nos vieran. Las irritadas y abultadas olas, tan pronto nos hacían subir hasta las nubes como descender hasta el abismo, desde donde no veíamos más que un pedazo de encapotado cielo.

Horroroso era estar en aquel pequeñísimo bote en medio del Atlántico, y el horror se aumentó cuando observamos que el navío, único bajel que creíamos susceptible de socorrernos, se alejaba viento en popa, dando unos tumbos que parecía próximo a volcarse.

Otros buques, cuyas negras siluetas veíamos un momento proyectarse en el horizonte, cuando nuestra embarcación se encaramaba en la altísima espalda da una ola, también seguían impasibles su silenciosa carrera.

Entretanto, el agua que penetraba en el bote iba en aumento.

Aguirre, con la agilidad del marino que lucha por la vida, echaba baldes afuera con la rapidez de una máquina.

—Sevilla —gritó—, ayúdame a botar el agua o somos perdidos.

—Pero si no tengo con qué— respondí conturbado.

—Con mi sombrero— dijo con una voz imperativa que revelaba impaciencia y fatiga a la vez.

Tomé, pues, su sombrero de cuero y empecé a trabajar con toda la prisa que podía, procurando al mismo tiempo alargar una pierna y encoger otra, guardando un difícil equilibrio para no caer en los tremendos vaivenes del esquife.

Pereira iba impertérrito en el timón, mandando de vez en cuando a los marineros que remasen aprisa.

Pasamos media hora de mortal angustia.

Gruesas gotas de sudor se desprendían de mi frente sobre el agua que nos inundaba y que nunca conseguíamos agotar.

El capitán de la fragata estaba rendido; pero no cesaba de echar agua al mar.

De pronto, se incorporó y tendió sus penetrantes ojos, acostumbrados a ver a grandes distancias, por el negro horizonte, en tanto que un golpe de mar nos llenó casi el bote de agua.

Yo me puse en pie también mirándole, pues creí que ya no había esperanza y que era inútil trabajar más.

—Bogad pronto, pronto, pronto —gritó —, y nosotros botemos agua.

La fragata está próxima.

Entonces redoblamos nuestros esfuerzos en una especie de fiebre.

Ni un par de bombas habrían sacado más agua que el barril del capitán Aguirre y su sombrero, que yo manejaba. Por su parte, los marineros remaban con tanta rapidez y fuerza, que el bote volaba ya por encima de las monta- ñas de agua, ya por los precipicios. El capitán de ejército, Pereira, no despegaba los labios; pero gobernaba el timón con increíble presteza.

—Gritad, bárbaros— dijo Aguirre a los marineros, cuando vimos el buque cerca, pero navegando a la ven- tura sin distinguirnos; —gritad vosotros, que tenéis asaz fuertes los pulmones.

—¡Socorro, socorro, que nos ahogamos! — vociferaron varias veces los infelices.

El buque orzó hacia nosotros.

—Loado sea Dios—exclamó Aguirre, sin cesar de botar agua; —nos han oído.

Dos minutos después oímos la voz del segundo de a bordo: —¡No atraquen, que se pierden!

—Ya lo sé —contentó Aguirre.

Inmediatamente, más de cien extremos de cuerdas cayeron cerca de nosotros.

La tropa y marinería nos adoraban, y cada cual tiraba algo para que nos asiésemos.

Los marineros del bote ataron uno de aquellos aparejos a la argolla de proa.

—Mire cada uno por sí —mandó el capitán —, y sálvese el que pueda.

Entonces, cada cual se agarró de lo que pudo.

Yo en un balance pude asirme de la cadena de la mesa de guarnición, y subí, como un gato, a bordo.

Los demás no sé cómo ganaron el buque, pero todos se salvaron... ¿Todos? He dicho mal.

Pereira, con aquel valor temerario que le era peculiar, había querido ser el último en salir del bote y, ya solo, había empuñado uno de los calabrotes arrojados; pero el bote, falto de quien le achicara el agua, se sumergió tan pronto como lo abandonamos nosotros, quedando colgado y haciéndose mil pedazos contra el costado de la fragata.

Pereira recibió un golpe terrible. —Vengan faroles a estribor—gritó Aguirre, —y aprovechemos el próximo balance.

Vino el balance, y entonces, a la luz artificial, vimos a Pereira que no había soltado el cabo; no sabía nadar, y traía botas, levita militar y espada.

—Está privado del sentido. No tiréis del cabo —exclamó el capitán del buque, —que se desprende. ¡Dios mío! ¡Quién lo salvará!

—Yo—gritó una voz. Y en el mismo instante vimos una especie de fantasma que se lanzó al mar.

—Nadie más se tire —gritó el capitán; —las víctimas son ya dos.

En aquel momento una ola colosal llenó el buque de agua, barriendo los fragmentos del bote, pasada la cual, vimos a un marinero asomar la cabeza por detrás de la líquida montaña.

Braceaba con un brazo, y con el otro hacía esfuerzos para sacar un bulto a la superficie.

Le lanzamos infinidad de cuerdas. El náufrago se agarró de una con la única mano que traía libre, y haciendo luego un esfuerzo supremo sacó a flor de agua la parte superior del lívido cuerpo de Pereira.

—Tirad del cabo sin miedo —gritó, —que yo no me estrello ni suelto al capitán.

Más de cien robustos brazos empezaron a tirar. Una ola le impulsó contra el buque; pero él, parando el golpe con sus pies, empezó a dejarse suspender, trayendo en el brazo izquierdo a Pereira, como una madre a su niño. Al llegar a la obra muerta, el salvador y el salvado fueron cogidos y recibidos en triunfo.

Pereira no daba señales de vida.

—Soltadle—dijo el capitán, —y que un hombre de fuerza le suspenda por los pies.

Un forzudo marinero trató de hacer aquella operación, pero no le ayudaba su pequeña estatura.

—A ver, yo lo haré —exclamó el que lo había recogido del mar; —y aquel hombre, que era un gigante de atlética musculatura, lo levantó en el aire como un pollo.

El agua salió a borbotones de la boca del náufrago. Hecha esta operación, se le llevó a su cama, donde en breve exhaló un prolongado suspiro.

En seguida, frenéticos de contento, fuimos abrazando uno a uno al que lo había salvado.

Era éste un marinero ruso, de talla colosal y fuerzas hercúleas, de ancho pecho y de muñecas tan anchas y nervudas, que a su lado habrían parecido de dama las mías.

Cuando nosotros le estábamos haciendo estas cariñosas demostraciones, sin darle tiempo a que se fuera a quitar la blusa y el pantalón, empapados, salió del camarote de Pereira el capitán Aguirre.

—Señores —nos dijo con voz solemne, —el capitán Pereira ha vuelto en sí y ha recobrado el sentido. La acción heroica de este valiente extranjero que nos acompaña es digna de loa y de recompensa. Pero antes que darle a él las gracias debemos dárselas fervorosas a la Santísima Virgen, que nos ha salvado a todos, y muy particularmente a Pereira, por un milagro visible de su Hijo Divino. Padre capellán —añadió dirigiéndose al del buque, necesitamos orar; diríjanos usted, y de rodillas todo el mundo.

Inmediatamente nos hincamos sobre cubierta. El sacerdote empezó a rezar el rosario, y nosotros a seguirlo. Era cosa digna de ver aquellos hombres atezados orar con tanto fervor. Por mi parte, puedo decir que jamás con tanta devoción recé.

Terminado aquel acto, tan sencillo como imponente, nos retiramos a nuestros camarotes.

Al siguiente día, Pereira estaba bastante mejor; sólo le molestaban algunas contusiones que había recibido y el consiguiente estropeo.

Nosotros hicimos una gran comida en celebración del fausto suceso, poniendo al marinero ruso de presidente de la mesa.

El capitán le dispensó de todo servicio por ocho días, y Pereira le mandó dar la mitad del dinero que llevaba.

El día 2 de abril [1815] vimos tierra, la isla de Tobago, según decían, que el día 3, ya entrados en el mar Caribe, dejamos a popa.

Al anochecer divisóse un pequeño buque, que resultó ser una balandra inglesa. Forzó la vela el navío y la alcanzó al momento, mandándole que fuese a su costado para que no diese aviso de nuestra presencia a ninguna tierra próxima.

Pero la madrugada del 4 tuvo la torpeza de atravesarse por la proa de aquél, siendo en el acto pasada por ojo, no salvándose de sus tripulantes más que uno, que se agarró de los obenques del bauprés.

En la misma mañana descubrimos una goleta que trató de huir, pero le dio caza La Efigenia; y viendo que se negaba a detenerse, le tiró un cañonazo que le llevó un palo y una parte de la obra muerta. En este estado siguió al convoy.

El día 5 presentóse a nuestra vista la alta cordillera de montañas de Costa-Firme, derivación de Los Andes.

A las cinco de la tarde fondeó toda la escuadra en Puerto-Santo, arbolando la bandera inglesa. Ya estábamos en el Nuevo Mundo.

Tendiendo una vista por la playa, sólo una casita distinguíamos a lo lejos.

Una falúa que mandó a tierra el navío regresó a las doce de la noche trayéndonos la noticia de que estaba en Carúpano el brigadier Morales, comandante de una columna española, compuesta de leales venezolanos, que marchaba a apoderarse de la costa de Güiria. También recibimos allí la mala nueva de haber muerto en la acción de Úrica el heroico brigadier Boves, comandante general de las tropas reales.

 

Extracto de: Sevilla, Rafael (1925). La Guerra de América - Memorias de un Oficial del Ejército Español. Campaña contra Bolívar y los separatistas de América. Editorial - América (Madrid).



Recopilado por: Rommel Contreras / Academia de GeoHistoria del Estado Sucre.
 
 

miércoles, 14 de febrero de 2024

𝐇𝐞𝐥𝐚𝐝𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐜𝐮𝐧𝐚 𝐲 𝐝𝐞𝐥 𝐩𝐞𝐧𝐬𝐚𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐒𝐮𝐜𝐫𝐞

Pese a ser una figura prominente en la historia de la independencia latinoamericana, Antonio José de Sucre no destaca como referente universal y primario en su lugar de origen. La historia de Sucre es una mezcla de heroísmo y tragedia que ha sido a menudo pasada por alto en Cumaná. Además del mal agradecimiento y el olvido, ha pesado que: «Acá Sucre, no hizo casi nada».

Aunque fue un líder clave en las guerras de independencia del sur, Sucre a menudo es menos conocido en su tierra natal que en otras partes del mundo. Mientras que en el extranjero se le reconoce por sus logros militares y políticos, en Venezuela, especialmente en Cumaná, donde pasó sus primeros años, su legado ha sido en gran medida poco estudiado y descuidado.

¿El muchacho que se fue de aquí, era un desconocido? Tanto como yo en Caripito, ¿quién me conoce en Caripito? Me fui a Caracas a los doce años y ya mis amigos más cercanos no sabrían quién soy, si me vieran en la calle; y estamos en el siglo 21, con Internet, con fotos, con teléfono. Pero yo puedo ser un don nadie, pero imagínense a Sucre cuando salió de Cumaná en 1817; veinte o treinta años después, nadie se acordaba de él. Los que lo vieron nacer —sus propios familiares —; casi todos habían fallecidos. La ciudad de Cumaná no era como la pintan; como que todos estaban pendientes de todo; algunas noticias llegaron cuando la Independencia y más allá. Cincuenta años después, nadie se acordaba donde nació Sucre. En aquel país de analfabetas, de Sucre se acordaban algunos intelectuales que en la prensa eventualmente publicaban alguna información para ellos mismos; había buena prensa en Cumaná. Y se perdió en el pueblo llano, el respeto al humanista y también al militar: hemos heredado una imagen borrosa del hombre y del héroe Antonio José; no es maldad, esa es una realidad todavía.

Su participación en la gesta de Chacachacare en 1813, la redacción del Acta y la consecuente invasión, asedio, toma y posterior defensa de Cumaná, le aseguran un lugar en la historia de su tierra. A eso se suma el espíritu que lo guio en 1820 para redactar y concretar el Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra, firmado por Bolívar y Morillo en Santa Ana de Trujillo: hacer la guerra "como la hacen los pueblos civilizados". Que Sucre en Cumaná no haya hecho casi nada, no significa que no haya hecho nada en absoluto; más bien, es que "casi no hizo" en comparación con lo que logró en el sur del continente. Allí construyó países, promulgó leyes, ocupó cargos presidenciales, y fue general en varias batallas y victorias. Sus hazañas se estudian en academias militares; no solo en Venezuela, sino también en academias extranjeras. Pero Sucre no fue únicamente un militar... ¿qué pasa con el resto de su pensamiento, su labor como estadista, su amor por el prójimo?

Fueron duros, los cinco años de guerras en el sur —Bolívar no lo hizo solo —, casi todo eso fue capitaneado por ese muchacho que salió de Cumaná jovencito. Pero, a pesar de ser una figura prominente en la historia de la independencia latinoamericana, Sucre no se destaca de la misma manera en su país de origen.

La vida del Gran Mariscal de Ayacucho estuvo marcada por tragedias personales, desde la pérdida de su familia cumanesa ... hasta su propia muerte; sobre todo el misterio con que se rodeó su asesinato. Lo que le pasó en vida fue bien tormentoso, pero lo que le sucedió luego fue mucho peor: su despojo abandonado en el camino y extraviado luego por más de setenta años, su pequeña hija asesinada (no lo puedo decir de otra manera). La ausencia de un lugar en su suelo consanguíneo donde se le rinda correcto y justo homenaje, a mi juicio, es lo peor que le ha pasado: un museo donde se le estudie y ennoblezca (ajeno a toda actividad que no le concierna) y una Casa Natal donde su espíritu y memoria impere.

Desde la Academia de Geohistoria del Estado Sucre, junto con instituciones y sectores de la comunidad de Cumaná, hemos luchado durante años para recuperar y honrar la memoria de Sucre; iniciamos buscando el reconocimiento oficial de su lugar de nacimiento. La buena noticia es que ya contamos con anuncios oficiales que respaldan y reconocen lo expresado a principios del siglo XX por el cronista Pedro Elías Marcano; una tesis que defendimos y demostramos: Antonio José de Sucre nació en la Luneta de Cumaná, al pie del cerro San Antonio.

¿Estamos tratando de recuperar eso entonces? En el trasfondo gélido de la cuna, avanzamos y suponemos que continuaremos avanzando en el estudio profundo y formal de su pensamiento; como un cuerpo astral vivo y referente; no como una pieza de museo arcaica y polvorienta.

A pesar de los desafíos y obstáculos, el legado del Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre, sigue siendo una parte importante de la historia venezolana que merece ser recuperada, rescatada, recordada, comprendida, enseñada y celebrada; sobre todo en su tierra natal. Esta disparidad en el reconocimiento y la valoración de las figuras históricas refleja un aspecto notable de la historia local y nacional de Venezuela.

Por: Rommel Contreras

Cumaná 14/02/2024



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