Entre lo mucho que heredamos de los españoles —lo bueno y lo malo— estuvo el castigo del látigo. Usado indiscriminadamente contra los esclavos (negros e indígenas), tanto en el período de la conquista como en el de la colonia, luego se convirtió en forma de pena judicial corporal contra los enemigos de la corona. De alguna manera sobrevivió en las escuelas, donde permaneció hasta finales del siglo XX.
Se dice que responde al refrán español: «la letra con sangre entra». Muchos adultos mayores todavía se jactan de haber recibido de sus maestros y padres azotes, correazos y palmetazos.
En los siglos XVIII y XIX, sin embargo, el castigo del látigo fue solo una de las muchas torturas con que España y sus representantes sometieron a la América.
Tras el paso destructor de
Boves y la derrota sufrida por el valeroso general
Manuel Carlos Piar el 16 de octubre de 1814 en la sabana de El Salado, defendiendo a Cumaná, los realistas retomaron temporalmente el control de la ciudad. La llegada de la flota del mariscal
Pablo Morillo, el 4 de abril de 1815, les permitió recuperar casi por completo el dominio de todo Oriente, en la provincia de
Nueva Andalucía o Cumaná.
A consecuencia de los miles de expedicionarios traídos por el mal llamado “pacificador”, Cumaná quedó bajo la jefatura militar española. Morillo entró en la ciudad con sus tropas el 23 de febrero de 1815, y los realistas se mantuvieron allí durante todo ese año. Dejó como gobernador al brigadier
Tomás de Cires, quien a mediados de 1816 debió salir de Cumaná para contener a
Bolívar, que había partido desde los
Cayos de San Luis (Haití). Luego de arribar a Margarita el 3 de mayo, una asamblea encabezada por el general
Juan Bautista Arismendi ratificó los poderes especiales conferidos a Bolívar en Los Cayos.
La asamblea, celebrada en la
Villa del Norte de Margarita el 6 de mayo de 1816, proclamó a Bolívar como «Jefe Supremo de la República de Venezuela», declaró que en lo sucesivo la república sería «una e indivisible» y desconoció la división previa de Oriente y Occidente. Arismendi entregó su bastón en señal de obediencia.
A comienzos de julio de 1816, Bolívar ingresó a Tierra Firme con el propósito de conquistar la libertad. Invadió y tomó la ciudad de
Carúpano, lo que obligó a la guarnición española a retirarse casi sin pelear hacia Casanay. En esa oportunidad, el Libertador decretó el 2 de junio la libertad de los esclavos de Carúpano mediante una proclama; pero les obliga a participar en la guerra.
El coronel de caballería
Juan de Aldama asumió el mando interino de Cumaná en ausencia del gobernador titular. Fiel ejecutor del cruento castigo del látigo, Aldama magnificó esa práctica cuando se ensañó contra una joven cumanesa, menor de 30 años, casada y con una hija.
El 1 de junio de 1816, Aldama observó a una joven mujer, asomada a la ventana de su residencia, que llevaba entrelazada en su peinado una cinta azul celeste, uno de los símbolos acordados por los patriotas del oriente de Venezuela. El hecho de que una mujer perteneciente a una de las más respetadas familias de Cumaná expresara abiertamente su adhesión a la causa independentista fue intolerable para Aldama, quien ordenó su arresto inmediato. Ya corrían en la ciudad versos populares urticantes contra Morillo:
«¡Que viva la Patria, que muera Morillo!»
La joven era
Leonor de la Guerra Vega y Ramírez, casada con José Tinedo, madre de Francisca Antonia e hija de Luis Beltrán de la Guerra y Vega y de Rosa Ramírez Valderrín. Aldama consideró inadmisible que un miembro de tan afamada familia abrazara la causa patriota, en momentos en que los realistas sufrían derrotas, Bolívar preparaba la invasión, Arismendi consolidaba Margarita y las guerrillas patriotas actuaban por todo el oriente.
En un juicio sumario, Aldama la condenó a ser:
Sacada por las calles montada en un burro enjalmado y recibir públicamente doscientos azotes por su insurgencia.
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Leonor de la Guerra, ilustración del libro de Arquímedes Román: Heroínas. |
La sentencia se ejecutó de inmediato. Leonor fue sometida a la tortura del látigo y al escarnio público. Escoltada por diez soldados, fue paseada por el centro de Cumaná de comienzos del siglo XIX. En cada esquina, frente a las casas de sus familiares, se le exigía revelar los nombres de otros patriotas para cesar y conmutar el castigo. Ella respondía con gritos:
«¡Viva la Patria, mueran los tiranos!»
Este hecho anticipaba la brutalidad de Aldama, que se confirmaría en los crímenes de abril de 1817: el 5, en la invasión de Barcelona, y el 7, en la sangrienta toma de la Casa Fuerte. En julio de ese mismo año participó en la batalla de Matasiete bajo las órdenes de Morillo. Su ensañamiento contra prisioneros y civiles en todas esas batallas dejó recuerdos que aún angustian.
Por estos y otros “méritos” en los llanos de Venezuela, Juan de Aldama fue ascendido a brigadier del ejército español el 2 de mayo de 1818. Enfermo por el clima tropical, se retiró a
Maracay en 1819. A fines de ese año, Morillo lo envió de regreso a España «por tibieza e incompetencia». En la comunicación enviada al Secretario de Guerra el 1 de diciembre, Morillo justificó la remisión de Aldama por sus innumerables actos de crueldad en perjuicio de personas en Cumaná y otras localidades. Allí señaló:
Que Aldama impuso el castigo de emplumar y sacar a la vergüenza a una señora por las calles de Cumaná.
Leonor de la Guerra fue untada con miel, emplumada, montada en un burro, y con la espalda desnuda paseada por la ciudad, recibiendo doscientos azotes. Custodiada por soldados y en medio del silencio de la ciudad dominada por Aldama, soportó con dignidad el suplicio.
De ello fueron testigos los habitantes de Cumaná y también extranjeros, entre ellos —según
Arístides Rojas— el capitán inglés Hardy, del buque Mermaid, quien en su diario anotó:
«Cumaná: 12 de junio de 1816. He aquí el hecho bárbaro de que acabo de ser testigo. Una señora perteneciente a lo más respetable de las familias de Cumaná, por haber hablado contra el gobierno español y en pro del partido patriota, fue colocada sobre un asno y paseada por las calles, seguida de una guardia de diez soldados. En la esquina de cada cuadra y frente a las casas de los parientes más cercanos de la víctima recibía ésta cierto número de azotes sobre la espalda desnuda, disponiendo el mandato que debía llegar a doscientos el número de aquéllos. La pobre víctima que llevaba los ojos vendados soportaba tan inhumano tratamiento con admirable valor. Sus gritos me parecieron débiles, pero a pesar del pañuelo con el cual ella se cubría el rostro, pude ver las abundantes lágrimas que corrían por sus ojos. No presencié sino los primeros doce latigazos... Algunos de mis soldados que estaban a la orilla del mar, vieron ejecutar la sentencia por completo: mi sensibilidad había sido muy herida para que yo pudiera dejarme vencer por la curiosidad. Por informes particulares que tuve, dos días después, acerca de la suerte de la desgraciada, supe que ésta había rehusado toda especie de alimento y de asistencia médica, y días más tarde se me dijo que había muerto, y que su modestia y gran delicadeza le habían impedido sobrevivir al castigo con que habían querido humillarla.»
Cuando culminó la atrocidad, Leonor fue devuelta a su casa. Maltratada en cuerpo y en honor, decidió inmolarse en protesta: dejó de comer, rechazó asistencia médica y días más tarde murió. Su sacrificio fue la máxima expresión de su lucha por la libertad de la Patria.
por: Rommel Contreras