Para muchos historiadores e intérpretes de nuestra historia, Simón Rodríguez brilla en su vida sólo como el maestro de Bolívar. En verdad, fue maestro de Bolívar. Era el hombre que imbuido del nuevo pensamiento impulsado por la Ilustración vio en su alumno Simón Bolívar el niño rico, huérfano, vivaz e inteligente, para ser moldeado, según las ideas educativas propaladas por Juan Jacobo Rousseau. Y por ser maestro, que concebía una nueva escuela y una nueva pedagogía, que rompía con todos los principios que como antiguallas venían del viejo orden, teológico y clerical, se le consideró un loco, de ideas estrafalarias. Con esta visión, se le identificó en su vida y se le ha querido distinguir, en el presente histórico, de ayer y de hoy.
Pero Simón
Rodríguez, más que un maestro, aunque vivió mayormente de la enseñanza, fue un
filósofo, un pensador social profundo, que visualizó un nuevo hombre y una
nueva sociedad, y que recogió sus reflexiones en obras capitales, muchas
desaparecidas, pero que afortunadamente sobrevivieron para el estudio y análisis
de hoy: “Sociedades Americanas en 1828”
y “Luces y Virtudes Sociales”, con
otras no menos importantes como su Defensa de Bolívar, Consejos de Amigo dados
al Colegio de Latacunga, y sus Reflexiones sobre los defectos que vician la
Escuela de primeras letras de Caracas (1794), y otras, relativas a informes
técnicos de ocasión, y sus artículos periodísticos.
Este hombre, que en
la opresiva vida colonial venezolana, se atreve a formular reparos a la Escuela
de Primeras Letras de Caracas, cuando era maestro en ella, y que es señalado
como supuestamente implicado en la conjuración de Gual y España, de 1797, se vio
obligado, a los 26 años, a abandonar nuestro país, y con un insaciable afán de
caminante, se dio a visitar, en un trashumante peregrinaje, las Antillas, los
Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Prusia, Polonia, Rusia,
Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, sin llegar a España, y sin volver a
Venezuela, hasta morir de 84 años, en Amotape, Perú.
Agudo observador, aprendiendo
y enseñando- hasta en Rusia tuvo una escuela - idiomas, filosofía, ciencias,
ensayando métodos pedagógicos, una nueva e ingeniosa tipografía para difundir
sus escritos, y plasmando un pensamiento revolucionario, opuesto en todo al
viejo orden medieval, y proponiendo a la educación, como el medio de creación
del nuevo hombre para los nuevos tiempos.
Cuando vio a Bolívar
en la cúspide de su poder, y que orientaba sus pasos hacia la materialización
de los nuevos ideales, buscó su regreso a América, para reencontrase con el
grande hombre, el único capaz de entenderlo y de hacer materializar sus sueños
sobre la vida social novedosa que aspiraba.
Los dos titanes se
encontraron, para recordar sus vaivenes y aventuras europeas, y para –en medio
de las viejas oligarquías de las regiones andinas- intercambiar ideas sobre lo
necesario de hacer para las nuevas repúblicas y lograr el hombre republicano.
El estadista y el
filósofo, soñadores ambos, pero el uno atosigado por la gloria, y el otro, por
el afán de las realizaciones, y ambos, con el afán de hacer. El creador de
repúblicas pone en manos del nuevo pedagogo, la dirección de los asuntos
educativos para los nuevos tiempos. Dos tareas y dos destinos distintos; uno
siguió su camino hacia la gloria, pero también hacia el ocaso, en su temprana
muerte; el otro, como maestro incomprendido, aun hasta por el propio Sucre, a
cuyo cargo quedó, para luego como incansable andariego por la Cordillera, de
pueblo en pueblo y de fracaso en fracaso, morir pobre y abandonado, considerado
como loco, por su profundo y desacostumbrado pensamiento.
Rodríguez chocó con
los intereses de los aristócratas oligarcas terratenientes, y los teólogos y
clérigos del viejo sistema, su obra era un tremendo taladro que horadaba
profunda y poderosamente los viejos intereses y concepciones, que se
convirtieron en inmenso valladar donde se estrellaron irremediablemente las
ideas de avanzada del genial filósofo y pedagogo.
Hubo que esperar
nuestro tiempo, en el umbral de una nueva revolución, para que el ideario de
Rodríguez, pieza fundamental en el pensamiento social latinoamericano, empiece
a ser revalorizado verdaderamente, y reconocido su autor como un adelantado en
su época. Consciente y profundamente convencido del significado de sus
propuestas, en momentos de desesperación al no encontrar apoyo, ausente ya el
Libertador, tuvo razón el maestro cuando alguien queriéndolo tranquilizar le
dijo: “Sabemos que Usía ha sido el ayo de su excelencia”, y expresóle
inmediatamente: “Qué ayo, ni qué zarandajas“. “Yo no estoy aquí por ayo de
nadie. He venido a realizar una gran obra y ese es mi único título. No tengo
padrinos, ni protectores, ni valedores. Vengo a echar las bases de una
República verdadera. Que no han sabido hacerla hasta ahora. Ni la van a poder
hacer mañana. ¡No! Porque no empiezan por donde hay que comenzar”. Y recalcando
su vocación de servicio americanista, le escribe a
Bolívar, desde Guayaquil, el 7 de enero de 1825: “Yo no he venido a la América
porque nací en ella, sino porque tratan sus habitantes ahora de una cosa que me
agrada, y me agrada porque es buena, porque el lugar es propio para la
conferencia y para los ensayos y porque es usted quien ha suscitado y sostiene
la idea”.
Visto como un
pensador recalcitrante, era en verdad un soñador que creía ciegamente en la
transformación del hombre y de la sociedad.
por: Gilberto J. López