jueves, 30 de octubre de 2014

SIMON RODRIGUEZ Y EL LIBERTADOR


Para muchos historiadores e intérpretes de nuestra historia, Simón Rodríguez brilla en su vida sólo como el maestro de Bolívar. En verdad, fue maestro de Bolívar. Era el hombre que imbuido del nuevo pensamiento impulsado por la Ilustración vio en su alumno Simón Bolívar el niño rico, huérfano, vivaz e inteligente, para ser moldeado, según las ideas educativas propaladas por Juan Jacobo Rousseau. Y por ser maestro, que concebía una nueva escuela y una nueva pedagogía, que rompía con todos los principios que como antiguallas venían del viejo orden, teológico y clerical, se le consideró un loco, de ideas estrafalarias. Con esta visión, se le identificó en su vida y se le ha querido distinguir, en el presente histórico, de ayer y de hoy.

Pero Simón Rodríguez, más que un maestro, aunque vivió mayormente de la enseñanza, fue un filósofo, un pensador social profundo, que visualizó un nuevo hombre y una nueva sociedad, y que recogió sus reflexiones en obras capitales, muchas desaparecidas, pero que afortunadamente sobrevivieron para el estudio y análisis de hoy: “Sociedades Americanas en 1828” y “Luces y Virtudes Sociales”, con otras no menos importantes como su Defensa de Bolívar, Consejos de Amigo dados al Colegio de Latacunga, y sus Reflexiones sobre los defectos que vician la Escuela de primeras letras de Caracas (1794), y otras, relativas a informes técnicos de ocasión, y sus artículos periodísticos.

Este hombre, que en la opresiva vida colonial venezolana, se atreve a formular reparos a la Escuela de Primeras Letras de Caracas, cuando era maestro en ella, y que es señalado como supuestamente implicado en la conjuración de Gual y España, de 1797, se vio obligado, a los 26 años, a abandonar nuestro país, y con un insaciable afán de caminante, se dio a visitar, en un trashumante peregrinaje, las Antillas, los Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Prusia, Polonia, Rusia, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, sin llegar a España, y sin volver a Venezuela, hasta morir de 84 años, en Amotape, Perú.

Agudo observador, aprendiendo y enseñando- hasta en Rusia tuvo una escuela - idiomas, filosofía, ciencias, ensayando métodos pedagógicos, una nueva e ingeniosa tipografía para difundir sus escritos, y plasmando un pensamiento revolucionario, opuesto en todo al viejo orden medieval, y proponiendo a la educación, como el medio de creación del nuevo hombre para los nuevos tiempos.
Cuando vio a Bolívar en la cúspide de su poder, y que orientaba sus pasos hacia la materialización de los nuevos ideales, buscó su regreso a América, para reencontrase con el grande hombre, el único capaz de entenderlo y de hacer materializar sus sueños sobre la vida social novedosa que aspiraba.
Los dos titanes se encontraron, para recordar sus vaivenes y aventuras europeas, y para –en medio de las viejas oligarquías de las regiones andinas- intercambiar ideas sobre lo necesario de hacer para las nuevas repúblicas y lograr el hombre republicano.

El estadista y el filósofo, soñadores ambos, pero el uno atosigado por la gloria, y el otro, por el afán de las realizaciones, y ambos, con el afán de hacer. El creador de repúblicas pone en manos del nuevo pedagogo, la dirección de los asuntos educativos para los nuevos tiempos. Dos tareas y dos destinos distintos; uno siguió su camino hacia la gloria, pero también hacia el ocaso, en su temprana muerte; el otro, como maestro incomprendido, aun hasta por el propio Sucre, a cuyo cargo quedó, para luego como incansable andariego por la Cordillera, de pueblo en pueblo y de fracaso en fracaso, morir pobre y abandonado, considerado como loco, por su profundo y desacostumbrado pensamiento.
Rodríguez chocó con los intereses de los aristócratas oligarcas terratenientes, y los teólogos y clérigos del viejo sistema, su obra era un tremendo taladro que horadaba profunda y poderosamente los viejos intereses y concepciones, que se convirtieron en inmenso valladar donde se estrellaron irremediablemente las ideas de avanzada del genial filósofo y pedagogo.

Hubo que esperar nuestro tiempo, en el umbral de una nueva revolución, para que el ideario de Rodríguez, pieza fundamental en el pensamiento social latinoamericano, empiece a ser revalorizado verdaderamente, y reconocido su autor como un adelantado en su época. Consciente y profundamente convencido del significado de sus propuestas, en momentos de desesperación al no encontrar apoyo, ausente ya el Libertador, tuvo razón el maestro cuando alguien queriéndolo tranquilizar le dijo: “Sabemos que Usía ha sido el ayo de su excelencia”, y expresóle inmediatamente: “Qué ayo, ni qué zarandajas“. “Yo no estoy aquí por ayo de nadie. He venido a realizar una gran obra y ese es mi único título. No tengo padrinos, ni protectores, ni valedores. Vengo a echar las bases de una República verdadera. Que no han sabido hacerla hasta ahora. Ni la van a poder hacer mañana. ¡No! Porque no empiezan por donde hay que comenzar”. Y recalcando su vocación de servicio americanista, le escribe a Bolívar, desde Guayaquil, el 7 de enero de 1825: “Yo no he venido a la América porque nací en ella, sino porque tratan sus habitantes ahora de una cosa que me agrada, y me agrada porque es buena, porque el lugar es propio para la conferencia y para los ensayos y porque es usted quien ha suscitado y sostiene la idea”.

Visto como un pensador recalcitrante, era en verdad un soñador que creía ciegamente en la transformación del hombre y de la sociedad. 

por:  Gilberto J. López

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